martes, noviembre 25, 2008

El consuelo, de Anna Gavalda

El consuelo, de Anna Gavalda.
Editorial Seix Barral, 2008.
640 páginas.

Esta novela gira en torno a Charles, un arquitecto de éxito de 47 años, que entra en crisis existencial al vislumbrar que malgasta su tiempo en un malvivir disparatado.
De Charles sabemos que es generoso y que de joven estuvo enamorado de Anouk (delicadeza y hermosura en la descripción breve de estas relaciones en pag. 165), la madre de su compañero de colegio Alexis y que su relación, tras un encuentro físico decepcionante –quien sabe si provocado por Anouk con el propósito de enfriarlo- acabó en el distanciamiento. Que después se fue a vivir con Laurence, cuyo único atractivo es el físico, y la hija de ésta Matilde, de la que llega a sentirse como un padre.
Al comenzar la novela Charles es un hombre con una agenda llena, con viajes en avión cada semana para dirigir grandes obras en diferentes puntos del mundo, perdido en el laberinto del dinero, el poder y el politiqueo, con problemas, cansado, sin tiempo para atender su relación de pareja ni para cuidarse. Personaliza una crítica a la forma de estar en el mundo actual, la del hombre estresado y de la sociedad saciada de opulencia, convencional, falsa y de pocos valores en la que nos movemos.
La muerte de Anouk, a través de un escueto comunicado de Alexis, va a ser el hecho que despierte su conciencia. La necesidad de saber cómo transcurrieron para ella esos años en que dejó de verla y cómo murió, le conducirá de nuevo a Alexis y, de paso, conocerá a Kate, la mujer que le ofrecerá una segunda oportunidad.
Lo más interesante de esta novela es el mensaje basculante entre el realismo de que hacerse adultos conlleva el sacrificio de nuestros ideales y la esperanza en una felicidad posible en este mundo.
Los personajes siguen el perfil preferido por Gavalda, desilusionados por la vida y permeables a los buenos sentimientos.
Anouk, una mujer volcada hacia los demás, enfermera vocacional, que una vez muerta recupera su espacio en la mente de Charles (“contigo la vida era agotadora pero jamás encendíamos la tele”, pag. 108), que ha influido en muchas personas y acaba abandonada por todos, suicidándose por desánimo y a quien se le puede atribuir parte de la responsabilidad de la deriva de Alexis (drogas, renuncia a la música), el hijo que sufrió de falta de atención y celos.
Claire, la hermana de Charles, es uno de los personajes más atractivos, a pesar de que la autora lo mantiene en una posición secundaria y aporta información con cuentagotas. Una mujer que sufrió un aborto y el abandono de Alexis, dos pérdidas nunca superadas, y que de adulta se mantiene sola. Es moderna y profesional y ha renunciado a conciliar. La relación entre los hermanos resulta tierna, cómplice y de un gran entendimiento.
Kate es otro modelo de mujer, la que las circunstancias le obligan a asumir una responsabilidad imprevista que le provoca el sacrificio de su profesión en la universidad. Forma una familia con los hijos de su hermana y adopta estilo alejado de los convencionalismos como vía de escape de la desesperación sobrevenida.
Charles es el triunfador débil, la persona que prioriza la profesión al precio de descuidar su entorno personal, hasta el punto de sentirse “atrapado”, un personaje caótico. “Se sentía viejo, acosado por la muerte, dependiente”, desamparado.
La forma de narrar es quizás el mayor mérito de Anna Gavalda, al menos durante la primera mitad de la novela, mucho mejor que la segunda. El lector asimila a base de fogonazos sobre recuerdos concretos los hechos que marcaron al protagonista. El lenguaje sintético, de frases cortas, con palabras sencillas, directas, intensas, de sorprendente agudeza en ocasiones, configuran una prosa personal e innovadora. Conforman un relato deslavazado, en el que los hechos se cuentan de manera desordenada, dejando que el lector complete lo que falta, elíptico e inteligente.
Pero la novela tiene un fallo muy grave. En la segunda parte, cuando aparece Kate y su ambiente rústico, pasa al exceso de descripción. Como si tomara a los lectores por ignorantes respecto a qué es una gallina, o un conejo, o un caballo o un árbol. Se detiene en el medio rural de forma exhaustiva hasta conseguir aburrir, algo imperdonable. De repente, la novela ya no es Anouk, ni la relación Charles-Anouk (aunque el recuerde le perturbe 30 años más tarde y el lector quede frustrado) sino “Kate y su extraña familia”. Pierde intensidad el relato, se convierte en blando, predecible (su final feliz) y poco verosímil. Kate y su entorno se asemejan a una ONG y el enamoramiento (o pasmo) de Charles (que convierte en un pardillo, la autora habla de “un viejo adolescente transido de amor”) ante una Kate (lo más parecido a Anouk que ha podido encontrar) demasiado habladora, agota y merma su atractivo. Sólo en las últimas 20 páginas remonta de nuevo el vuelo, sin alcanzar la cota de la primera parte.
Aparte de la personalidad de la prosa, en el haber de la autora caben algunas anotaciones de gran sensibilidad, como en la muerte de Gran Perro: Alexis tocó música “ya no recordaba que era así como lloraba Alexis”, una página llena de poesía.
Hay otras cuestiones menores que desmerecen la novela: el uso abusivo de los “halas”, un término impropio de un ejecutivo cultivado (quizás sea un fallo atribuible al traductor) y la presencia de algunos personajes excesivamente estereotipados (como el de Laurence que, por otra parte, devalúa el de Charles). El trastorno provocado por la muerte de Anouk, ¡después de 30 años!, resulta forzado, lo que significa que el argumento, que viene impulsado, precisamente, por ese hecho, quede debilitado. Asimismo, la autora valora mucho el haber ido a Rusia para contextualizar el trabajo de Charles en aquel país o haber tenido que adquirir conocimientos de arquitectura, aspectos que tienen un interés menor.
El cambio de registro (o la merma de calidad literaria) me resultó agudizado porque acababa de leer La amaba, de la misma autora, una novela excelente, en la que en menos de 200 páginas y valiéndose de una prosa que economiza las palabras, con sólo dos personajes - suegro y nuera- y un diálogo nocturno entre ellos, explica que la vida es elegir entre opciones y que el resultado de esa elección siempre estará equivocado o será insatisfactorio, porque la alternativa no escogida, y por lo tanto la no vivida, quedará con el tiempo mitificada, mientras que a la elegida le tocará soportar el coste de la cotidianidad. Una temática interesante, propia de Woody Allen (personaje de Viky en su última película) que sirve para relativizar cualquier fracaso. Este mensaje se encuentra en El consuelo rebozado por una filosofía de la bondad de los animales, plantas y personas cuando están lejos del mundanal ruido (“no hace falta mucho para ser feliz”, pag. 430), que lo empobrece. Gavalda a Charles, su protagonista autodestructivo (fuma, está cansado, bebe, no va al médico, empieza cosas que no acaba) y casi masoquista, le ha querido dar la segunda oportunidad de vivir con Kate lo que se le esfumó con Anouk, con unas circunstancias tan extremadas (asumir cinco hijos, una casa llena siempre de gente ajena, delegar en su trabajo, irse a vivir a 500 kms. de Paris, etc) que rozan lo imposible.
Después de leer tres novelas de la autora (Juntos nada más es la tercera, otra historia de individuos marginados que, en lugar de mala uva, deesprenden solidaridad a raudales, descubren la amistad entre ellos y se reconcilian con el mundo, como un cuento de navidad muy largo, demasiado largo), creo que sufro de cierto empacho Gavalda, una autora sobrevalorada por la crítica que ha iniciado un camino peligroso: el de necesitar sacar un libro al año que supere las 500 páginas.
La amaba sigue siendo su mejor novela, y El consuelo la más decepcionante.
María García-Lliberós

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