447 páginas.
"El abrecartas" no es una novela corriente. Sorprende por su estructura compleja, por su técnica narrativa, apoyada en el carteo entre sus personajes, por la ausencia de diálogos y ser, al mismo tiempo, una narración en que los actores no hacen otra cosa que hablar entre ellos, por la presencia de múltiples voces conseguida a través de un trabajo exquisito sobre el lenguaje y por las historias que nos cuenta, varias, pues también es una novela de novelas, enlazadas de forma sutil. Una narración ambiciosa en su planteamiento y resuelta con brillantez. Aporta, además, un punto de vista nuevo, diverso y esclarecedor de la historia de España, entre 1920 y 1999, desde el impacto que los grandes hechos políticos tuvieron en la vida cotidiana de muchas personas.
La relación triangular, de amor, desamor y amistad entre tres personajes ficticios -Alfonso Enríquez, preso en el penal de Ocaña y luego en el Valle de los Caídos, ex profesor universitario, su mujer, la bella actriz Manuela Riera y la locutora radiofónica Setefilla- adquiere el carácter de eje vertebrador del relato. La historia que les atañe tiene suficiente entidad para sustentar por sí sola una novela entera, sin embargo, la gracia está, precisamente, en la diversidad de episodios colaterales que crecen a partir de este tronco principal.
Puede analizarse la novela distinguiendo dos mitades. La primera alcanzaría a las cartas fechadas entre 1920 y 1964 y es la parte donde se encuentra la mayor densidad y tensión de la trama y la que aporta información más relevante que afecta a aspectos poco conocidos de personajes célebres. La segunda abarcaría desde 1964 a 1999, e incluye un desenlace, personificado en el final de Ramiro Fonseca, en el que el esperpento, la ironía y la tristeza se funden al dirigir nuestra mirada crítica al pasado franquista.
Vicente Molina Foix, en un juego literario atrevido e innovador, inventa sus criaturas y las pone en contacto con personajes sacados de la vida real. Así, convierte en protagonistas a Federico García Lorca, Miguel Hernández y Vicente Aleixandre, entre otros. Este último, a quien tuvo la suerte de conocer, mantuvo una relación amorosa con el joven Andrés Acero -el autor ha mantenido también el nombre auténtico del amante-, truncada por el exilio tras la guerra civil. La carta imaginada, entre Acero y el poeta Carlos Bousoño, encontrándose ambos en México, que da cuenta de estos amores prohibidos es, tal vez, uno de las confesiones de amor más bella escrita en lengua española, aparte del aliciente morboso que aporta al texto esta información.
La novela está poblada por una treintena de personajes. Destacaría la figura de Trinidad López, alias Ramiro Fonseca, soplón de la policía franquista cuyo trabajo consistía en infiltrarse en los círculos intelectuales para espiar y denunciar. Sus escritos toman la forma de informes dirigidos a sus superiores. El lenguaje burocrático del fascismo, las ínfulas literarias de Fonseca y su ansia de protagonismo, se reflejan en unas páginas deliciosas en las que hasta las palabras y frases tachadas por sus superiores o las acotaciones de éstos en los márgenes cobran sentido. Escribe con rencor y se muestra patético. Espió a Eugenio d'Ors, su entorno (Tápies, Oriol Bohigas) y "sus reuniones artísticas de presumible sustrato separatista", a Enrique Múgica Herzog y los comienzos del SEU en la Universidad española, a Fernando Sánchez Dragó, explayándose en la vida disipada de éste, y hasta a Ortega y Gasset, a quien tilda de librepensador, extranjerizante, tenido por santón entre intelectuales y comunistas. Acumuló objetos pertenecientes a sus víctimas (la lista de los mismos no tiene desperdicio y da cuenta de una mente trastornada), por vicio y como inversión de cara al futuro. Un personaje logrado por completo, impagable, que consigue la piedad del lector gracias a la chispa de humor con que el autor envuelve todas sus andanzas.
En la segunda mitad, a través de las figuras de Moncho (valenciano, becado en la universidad de Basilea), Miguel Soler, Begoña y Paqui (también vigilados por el incansable Fonseca), el autor nos muestra la España de los viajes a Francia para ver cine y comprar libros prohibidos, el impacto de la muerte de Julián Grimau, los viajes a Londres para abortar, la promiscuidad entre los jóvenes universitarios (todavía el sida no había hecho sus estragos) e, incluso, la emigración de trabajadores españoles a Suiza y Alemania y las terribles condiciones de vida que soportaban, a diferencia de los que se protegían en las universidades para estudiar. Otro personaje excelente es Angelico (y sus cartas a su esposa auténticas joyas literarias) diseñado como un símbolo de la injusticia social y un grito de protesta contra las sociedades democráticas europeas que construyen su prosperidad a base de la explotación de personas.
En 1976, con Franco muerto, el carteo entre Begoña, salida de la cárcel con la amnistía, y Francis Aguilar, periodista de Fotogramas, recrea la vida de Maenza, mítico realizador cinematográfico de películas nunca estrenadas, que más parece un homenaje y cuya importancia en el conjunto del libro, a tenor de la extensión dedicada, resulta excesiva.
"El abrecartas" es una buena novela cuya escritura requiere oficio, mucha cultura, documentación y fantasía. Además de sentido del humor para repasar un pasado ominoso desde la distancia reflexiva, y lucidez para hacérnoslo soportable. Rescata la carta como un medio rico y ameno de comunicación entre las personas. Vicente Molina Foix con esta obra nos hace una exhibición de madurez. Personajes como Fonseca, Setefilla, Angelico, Acero, Alfonso Enríquez, llegan al alma del lector, por su personalidad intrínseca y diseño y porque, algunos, podríamos ser cualquiera de nosotros si hubiésemos vivido sus mismas circunstancias. Una lectura muy recomendable.
María García-Lliberós
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